
No sé bien. Debe haber sido en el 88 o el 89 que nos regalaron la caja de 3 cassettes. Me acuerdo que era verano.
Y no paré de escucharlos. Sobre todo el tercero, el que tenía Jersey Girl y The River –"it's a dream a lie, if it don't come true"–. Una y otra vez, una y otra vez, una y mil veces, y así hasta que la cinta dijo no va más después de demasiadas pasadas y rebobinar-a-Bic.
No los escuché más.
Los cassettes sobrevivientes deben estar todavía en algún cajón allá en la casa de mi vieja. No me los llevé cuando me mudé. Tampoco me crucé, en todos estos años que pasaron, con reediciones en cd.
Nada. Cero.
Esas canciones, así, juntas, live, con todas esas increíbles –y en ese momento lejanas– imágenes de rutas y autos y cruzar el río para el lado de New Jersey y noches que eran la única salvación para los días y ella esperando en el porche con su vestido floreado, esas canciones se iban perdiendo. De a poco. Se iban yendo.
No sé si me di cuenta si empezaba a extrañar esos discos. Esas canciones. Esa caja que era, al abrirse, una puerta a lo que vino después, a Kerouac, a Pearl Jam, a Roy Orbison, a Dylan, a querer estar allá afuera, a estar un poco on the road.
Y, entonces, cuando no lo esperaba –porque estas cosas pasan cuando uno no las espera–, una noche, hace un par de semanas, caminando por una calle de Williamsburg, en una mesa de usados, ahí entre otros discos y libros, Ana encuentra la caja de 5 discos –no cassettes, no cds: discos!–, pone cara pícara de 'esto es un tesoro, no?' y ya sabe que tiene mi regalo de cumpleaños.
No sabe que no es un regalo: es el mejor regalo.
Cuando volvemos esa noche en el L, en la bolsa llevo un gran pedazo de aquellos años. Y una parte, una vez más, de todo lo que va a venir.